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Anka Zhuravleva |
Lipovetsky escribió en los ochenta: “La deserción de la ‘res publica’ limpió el terreno hasta el surgimiento del individuo puro […] obsesionado solamente por sí mismo y, así, propenso a desfallecer o hundirse en cualquier momento ante una adversidad que afronta a pecho descubierto sin fuerza exterior”. El sociólogo hablaba de la ‘estrategia del vacío’ del individualismo cuyo fin era crear personas que fueran “disponibilidades puras” deseosas de satisfacer las necesidades de un ritmo de producción cada vez más frenético y variado. Cuantas más atenciones e interpretaciones se dedican al ‘yo’, más se eliminan sus referencias y su unidad, y el ‘yo’ se convierte en un “conjunto impreciso”.
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Tras una crisis, resulta imposible mantener la agonía en secreto; los escalofríos y el vértigo te obligan a comunicarlo. Yo avisaba a la gente para que supiera qué hacer en caso de un ataque y, sobre todo, para justificarme y aclarar que mi comportamiento errático no se correspondía con mi personalidad real. En esas conversaciones descubrí que algunos conocidos habían sido, o eran, prisioneros de lo mismo. El destino poético que intentaba atribuirle a la enfermedad se desintegró al toparme con dependientas abrazadas al Orfidal, con licenciados que jugaban a la Nintendo y fumaban porros para sortear el pánico a la vida, o con oficinistas adictos a los debates de La Sexta que temblaban y se arrepentían de beber más de la cuenta. Todos tenían en la cara una petición de auxilio y la intuición aterradora de que la amenaza anidaba en sus cabezas: todos se vigilaban de reojo.
Sigmund Freud inauguró este narcisismo a gran escala al sentarse a sí mismo en el diván tras la muerte de su padre. Lipovetsky, de hecho, destacó que el ‘inconsciente’ abrió el camino a un narcisismo sin límites: la labor de los terapeutas ya no consistía en interpretar, sino en permanecer callados, dejando al analizado “en manos de sí mismo en una circularidad regida por la sola autoseducción del deseo”.
Yo no había ido al psicólogo y nunca hojeaba a Jorge Bucay sin sufrir vergüenza ajena, pero daba igual, en realidad el mensaje flota en el aire, en los escaparates y en los plasmas: cuídate, sé auténtico, consigue tus objetivos, busca en ti, exprésate, líbrate de lo homogéneo y de las influencias, sálvate de los otros…
A la espalda de tantos eslóganes que incitan a conquistar un paraíso personal, hay personas desayunando tostadas con mantequilla y lorazepam —todavía imagino así a la señora del ambulatorio—, sintiéndose solas y disociándose como Blas de Otero, quizás en una búsqueda desesperada de compañía y de supervivencia: “… y nuestra sombra en la pared / no es nuestra, es una sombra que no sabe, / que no puede acordarse de quien es”
[ii]. El sueño del siglo XXI.
Esteban Ordóñez
Artículo entero en El Estado Mental:
ANSIEDAD